Mujeres mineras
Mujeres mineras
Nueva colaboración con artículo de Montserrat Garnacho Escayo, nacida en Mieres, licenciada en Filología Románica y actualmente profesora de Llingua asturiana en el IES Valle de Turón. Además de reconocida escritora, con varios premios en su haber, Montserrat es una gran investigadora de la antropología asturiana y en este caso del tema minero. Su texto “Mujeres mineras” más que un tributo es una exigencia de justicia histórica.
Nuestro agradecimiento a Montserrat Garnacho por su colaboración y a Ediciones TREA que, en la persona de Carlos, amablemente ha aceptado el poner a disposición de www.elvalledeturon.net este capítulo del magnífico libro "Asturias y la mina". Esta obra publicada por la editorial gijonesa es un documento imprescindible a la hora de conocer nuestra región y el hilo conductor industrial que la ha moldeado. Gracias por ello.
-¿Y no te parece muy osado mezclar a las mujeres con este asunto de la mina, con el que nada tienen que ver?
-¡Cómo te atreves, bocazas! Las mujeres tenemos que ver con este asunto de la mina más del doble que vosotros. En primer lugar, porque parimos. En segundo lugar, porque somos las que tenemos que enviar allí cada día a nuestros hijos y a nuestros esposos y las que tenemos que llorarlos...
Y EN TERCER LUGAR, siguiendo con esa paráfrasis de Aristófanes y de su Lisistrata - que, como es sabido, de lo que está discutiendo con el «bocazas» funcionario ateniense no es «de la mina», sino «de la guerra»- podríamos añadir que «el asunto de la mina» atañe también a las mujeres porque ellas fueron quienes mantuvieron con su trabajo buena parte de la estructura económica y social que la hizo posible en cualquier época y lugar. Y no sólo rezando y «criando a sus hijos entre amor y lágrimas y siendo las dignas compañeras del hombre», como anota el historiador Tuñón de Lara en Asturias, un libro-homenaje a los mineros con textos de diversos autores (1964); y no sólo siendo esas «madres coraje» que paren y atienden la casa y la familia y el ganado y la huerta y cuidan de los viejos y los enfermos y «a la boca del pozo lloran impotentes su agonía en silencio», como las que nos encontramos en las canciones de Víctor Manuel; sino, además, realizando innumerables labores -guardabarreras, pantaloneras, lavanderas, alpargateras, chigreras, telefonistas, enfermeras, maestras, cocineras-sin las cuales nunca hubieran sido posibles las de la minería.
La historia de la mineria, también en femenino
Pero, por si las anteriores razones fueran pocas, aun queda una última y principal razón para relacionar a las mujeres con «el asunto la mina». Y esta vez, no de modo tangencial, sino directamente. Porque, aunque nos empeñemos una y otra vez en olvidarlo por una malévola y endémica enfermedad social de la memoria; y aunque siempre haya quienes -como el «bocazas» funcionario ateniense- se rasguen las vestiduras ante la sóla mención del tema; y aún cuando sean las propias mujeres quienes más se escandalicen, lo cierto es que, en Asturias, al igual que en todas las minas de Europa, hubo siempre cientos de mujeres mineras -o carboneras, por nombre más conocido- trabajando en todas las actividades relacionadas con el carbón, tanto en el exterior como en el interior de la mina. Y lo cierto es que la historia de la minería asturiana de los últimos ciento cincuenta años es también una historia en femenino: la historia de nuestras abuelas, de nuestras madres, de nuestras vecinas. La historia de nuestro último siglo y medio de existencia, Nuestra propia historia.
iCarbonera ye la mia y nun la cambio por otra!
¿Que podía hacer hasta mediados del siglo XIX un aldeano asturiano, con una economía casi sólo de subsistencia y trueque. para ganar algunos reales que le permitieran comprar un trozo de tierra, una vaca, unos zapatos? Muy poca cosa, salvo emigrar, hasta que empezaron a explotarse las minas. ¿Y qué podía hacer una mujer? Menos aún, salvo arrancárselo a los hombres, por matrimonio o como pudiera, como enseguida supo Paula, la madre del magistral Fermín de Pas, de quien Clarín nos dice en La Regenta que «hablaba poco y miraba mucho. Despreciaba la pobreza de su casa y vivía con la idea constante de volar..., de volar sobre aquella miseria. Pero ¿cómo? Las alas tenían que ser de oro. ¿Dónde estaba el oro? Ella no podía bajar a la mina ...»
En su Matalerejo tal vez no, pero en la Asturias de mediados del XIX sí que hubiera podido, como ya lo estaban haciendo muchas mujeres en las minas de toda Europa. Mujeres niñas como las que en Inglaterra trabajaban «sacando los carbones por tubos a lo largo de galerías por medio de una correa y una cadena que pasan alrededor de su cintura y que después de algún tiempo se vuelven jibosas y deformadas», como denuncia Carleton Smith en 1833. Como esa joven Vagonera de Borain bajando al pozo del pintor belga C. Meunier. Como Catherine Maheu y las otras mujeres que en las minas francesas de Montsou alimentaban cada día con su trabajo y sus vidas «Ia boca enorme, el estómago siempre hambriento, los insaciables intestinos» de La Voreux y de una Revolución Industrial «capaz de tragarse y de digerir de una sola vez a todo un pueblo», como leemos en el Germinal de Zola. Mujeres como las que en Mieres, en Turón, en Lena, en Langreo, en Aller, en Laviana empezaron buscando en el carbón sólo un dinero ocasional -al igual que los hombres- y que trabajaban muy esporádicamente, sólo cuando había una repentina demanda de carbón por parte de las empresas (como ocurrió durante la paralización de la siderurgia vasca durante la tercera Guerra Carlista) pero que pronto se convirtieron – al igual que los hombres - en auténtico proletariado minero que tuvo que ir renunciando poco a poco a los modos de vida tradicionales para adaptarse a nuevos modos de vida y vivienda en tomo a bocaminas y pozos. Mujeres que, con frecuencia - excepto para las tareas que requerían especial fuerza física - los empresarios preferían incluso a los hombres, por diversas razones: porque no perdían jornales ni andaban a navajazos ni bebían (salvo excepciones, como la de la madre de la Marianela de Galdós, a quien precisamente despidieron de las minas de hierro de Socartes por emborracharse); porque si venía una época de crisis, eran mano de obra de la que podían prescindir sin problemas y sin que las recién nacidas organizaciones obreras le dieran al hecho ninguna importancia; y además - sobre todo - porque aunque una mujer rindiera exactamente lo mismo que el hombre que trabajaba a su lado, cobraba solo la mitad .
En 1883 trabajaban en las minas asturianas de hulla 616 mujeres, a las que se fueron sumando muchos otros cientos y miles a lo largo del siglo XX. Mujeres cuyo pequeño nombre negro ha ido quedando enterrado por el derrabe de la épica de las gestas mineras masculinas y a quienes apenas si recuerdan hoy -en palabras de A. Camus – las flautas anónimas de nuestro pueblo:
fue a una neña del Fondon,
como taba trabayando,
tou me Ilenó de carbón.
Mujeres como Rosaura o Florenta...
Mujeres como Rosaura, la madre de Rosina, que bajaba cada día con sus dos hermanas desde Prau Reondu a La Mariana para cargar los vagones en la galería, a pie de rampa, y sacarlos con los bueyes hasta el descargadero. Como la tía Florenta, que bajaba dos viajes diarios desde el quince de Mariana hasta Fábrica de Mieres con el carro del país y siempre fumando y cantando, haciendo crujir los ejes de la noche, par aquellos montes. O como Fina, que cuando la «huelgona» del 62 bajó con las otras mujeres de Brañanoveles a tirar piedras a los esquiroles y fue despedida por el Gabinete Negro de Fábrica de Mieres junto con otros más de seiscientos mineros. Mujeres que entraban a trabajar a la mina todos los días y que si nunca bajaron a los pozos, como las de Germinal o Borain, fue por la sencilla razón de que en Asturias no habían abierto pozos todavía. Mujeres que, poco a poco, y debido a la presión social y las denuncias de las organizaciones obreras y a las sucesivas leyes prohibiendo «todo trabajo subterráneo en el interior de las minas a los menores de dieciséis años y a las mujeres, cualquiera que sea su edad» - según leemos en el Reglamento de Minas, todavía en 1912- tendrán que ir abandonando cualquier labor de interior.
A los empresarios esas prohibiciones les daban igual, a estas alturas. Las que se referían a los niños, porque se las saltaban; y las que afectaban a las mujeres, porque desde finales del XIX las empresas habían empezado a lavar y escoger todo el carbón para hacerlo mas competitivo y no había ninguna razón para que ellos se enfrentaran a las denuncias de la OlT., al vocerío de la prensa e incluso a la propia Iglesia Católica y el pensamiento rerum novarum de León XIII cuando, de todos modos, alguien tenía que hacer las labores de exterior.
Oficialmente, según Datos para el estudio de la cuestión social de Femando García Arenal, a finales del XIX «las mujeres trabajan en la cuenca minera sólo en el exterior, ocupándose en el lavado y carga de wagones. Ganan pts. 1,05 y por este precio trabajan en los lavaderos» toda la noche, «en algunos como regla y en otros sólo en las épocas en que hay mucha demanda de carbón: alternan en el trabajo de día y de noche pero sin recibir aumento en el último caso. EI salario es la mitad que el de los hombres y menor que el de los chicos que ganan de 1,25 á 1,50».
o Paula o Raquel...
No, aunque Paula hubiera podido bajar a la mina, nunca se hubiera hecho rica ni hubiera podido «volar». Ni en Asturias ni en ninguna otra parte. Ni en aquellos años ni en las décadas posteriores. Y ni en las minas de carbón ni en las de cobre o hierro o mercurio, en las que también trabajaron cientos de mujeres. Y ni aunque hubiera ganado diez veces más que un hombre, tampoco. Porque es que, además de escaso, el dinero que las mujeres ganaban no era de verdad suyo, sino - como el trabajo- ocasional, prestado. Porque, dado que las mujeres no tenían entidad social, sino que eran sólo las «hijas de» hasta que «tomaban estado» y se convertían en «esposas» y «madres de», el dinero que pudieran ganar no era más que una parte del montoncito familiar. Aunque luego fueran ellas quien lo administraran, como hacia la Señana con el montoncito de la familia Centeno entre la que malvivía Marianela y que - escribe Galdós - amaba a sus dos hijas y dos hijos mineros par encima de todas las cosas «siempre que se avinieran a trabajar perpetuamente en las minas, a amasar en una sola artesa todos los jornales, a obedecerla ciegamente y a no tener aspiraciones locas, ni afán de lucir galas, ni de casarse antes de tiempo, ni de aprender diabluras ni de aprender sabidurías...»
Los hombres, sí. Los hombres, sí querían, podían irse a vivir solos, en los numerosos cuarteles que se hicieron para ellos, o de pensión. Y podían aprender sabidurías por la noche, en las escuelas para adultos que las empresas pagaban en los pueblos, o en la Escuela de Capataces de Mieres. Las mujeres no. Y ni aunque tuvieran alguna hija mayor y al volver por la noche de trabajar ya no hubiera que hacer lo de casa . Y, de hecho, la primera mujer perita, Raquel Fernández, no terminó su carrera hasta 1973, con un considerable revuelo social y entre chistes del tipo de los que firmaba en ese mismo año un tal Raúl en la revista Hulla de Hunosa, como ese en eI que vemos a una minera - ¡con casco y collar de perlas yvestido de abundante escote! – y a un minero frente a frente, se supone que ambos trabajando:
-iY qué perita, madre mía, cómo para comérsela uno!
Aprendiendo "diabluras"
Y además, los hombres podían «aprender» también todas las «diabluras» que quisieran. Las mujeres, en cambio, tenían que ser «formales» o pagar muy caras las consecuencias, en una sociedad que - a diferencia de la campesina y artesana tradicional, en la que ellas cumplían una función social prominente - las destinaba ahora casi exclusivamente a la cría, cuidado y mantenimiento de la prole y las hacía depender económica y psicológicamente del salario y la protección del hombre. Así, las mujeres normalmente trabajaban en la fábrica o la mina sólo hasta que se casaban. Luego, aunque por las noches o de madrugada o cuando las dejaban sus ocupaciones familiares siguieran «buscando la peseta» como costureras o lavanderas, tenían que renunciar a cualquier trabajo que las alejara más de diez minutos de la vigilancia del carbón de la cocina donde se estaba haciendo la comida y que supusiera un obstáculo para su destino social de «madres» y «esposas». Por razones de tipo moral, ya que «si bien hay algunas que resisten todo género de tentaciones y malos ejemplos, otras no pueden conservar su virtud expuesta a la continua lucha y constantes peligros que por todas partes las rodean», pero también -sobre todo- por razones prácticas, puesto que, sumando a esa jornada de doce horas en el exterior de la mina el trabajo del hogar, «las pobres mujeres casadas agotan sus fuerzas, envejecen rápidamente y no pueden llenar como es debido su misión en la familia», continúa diciendo en su informe el hijo de Concepción Arenal.
Duras condiciones laborales
Porque no se piense que el trabajo en la cadena de escogido en los lavaderos de carbón era en absoluto fácil. AI contrario, «las condiciones higiénicas de esta clase de obreras, reclaman con urgencia, tanto desde el punto de vista moral como físico, el ser sustituidas por otra clase de medios más en armonía con los adelantos modernos; pues en efecto, el escaso jornal que ganan, la naturaleza, especial de sus trabajos, faltas de luz constantemente y llenas de humedad, hacen de esta ocupación la más insalubre y nociva de todos los demás operarios», señalaba a finales del XIX el doctor D. Nicanor Muñiz Prada. Y su situación no mejoró mucho a lo largo del siglo XX.
Los sindicatos, que desde su aparición han hecho del trabajo de las mujeres y los niños una de sus puntas de lanza reivindicativas, siguen tratando de redimirlas. Manuel Llaneza en La Aurora Social dedica las siguientes palabras a una joven y extenuada y huérfana pizarrera:
No pudo ser. En 1914 Europa entra en guerra y la demanda de carbón asturiano - a falta del belga, inglés y francés - arranca de nuevo a las mujeres de los encantos de la naturaleza para llevarlas otra vez a los dominios de Plutón, a trabajar en ellos un mínimo de doce horas diarias y un máximo que dependía de cuando saliera el último vagón cargado del mineral que tenían que lavar.
Mujeres que tienen que ganarse su medio jornal en un ambiente tan embrutecedor para ellas como para los hombres, aunque mucho mas difícil de sobrellevar en el caso femenino, aI alejarlas ese embrutecimiento de una estima social que para los mineros ya era escasa. Mujeres que tienen que ir y venir y trabajar siempre en grupo y con un vigilante especial que las defienda de las agresiones de sus propios compañeros y que, desde luego. si trabajan en las minas es porque no tienen ningún otro lugar a donde ir. Y sólo el tiempo indispensable, desde los trece años hasta que se casaban. Excepto cuando, casadas o no, son mujeres sin hombre: Viudas, madres solteras, mujeres cuyo compañero es, como el de La carbonera
el as de la regadera,
que aI montón gana Ia plata
y aI montón la desbarata
por borracho y calavera.
Mujeres cargadas de hijos cuyos hombres no entregan nunca «el sobre» con la paga y que «gastan en la hedionda taberna lo que hacía falta en el hogar para un pedazo más de pan» - en palabras de reprensión a los mineros de Manuel Llaneza -. Mujeres que muchas veces tienen que llevar consigo a sus hijos de pocos meses para poder darles el pecho y que - como las que trabajaban en los años cuarenta en los lavaderos de La Nueva - tienen que trabajar y vigilarlos a la vez, dormidos en el suelo, sobre el aire caliente, viciado, sucio, negro, de las rejillas de los respiraderos. Mujeres que nunca fueron débiles y que sabían perfectamente que de compasión no se comía.
que pañes carbón na mina
la tu carina musgada,
ay, qué pena vete ansina.
Carbonera , carbonera,
nun vaigas más a la mina ...
Rosina, Enriqueta, Lourdines, Alegría ...
Mujeres como Rosina, la hija de Rosaura «la del Carboneru », que en 1914, a los dieciséis años, entró en los lavaderos de La Cuadriella para trabajar hasta 1918 y que siempre recordó esos cinco años como los únicos felices de su vida porque «yo, como estaba huérfana y vivía de pensión, como los mineros, salía de trabajar mis doce horas y para mí era la vida, para hacer luego lo que me diera la gana. Pero hasta que me casé». Hasta que se casó con un hombre brutal – recuérdese que las palizas en la noche de bodas y vida en adelante formaron parte durante muchos años del ritual de cortejo y matrimonio de muchos mineros - y se puso a parir y a criar a sus ocho hijos con lo que Ie pagaban los posaderos que también tuvo que meter en casa.
Como Enriqueta, la hermana de Rosina, que, como no se casó porque no le dio la gana y porque los hombres le tenían miedo desde que una vez lepegó una somanta a un maquinista que era un golfo y «se tiraba a las mujeres», siguió trabajando hasta que se jubiló.Y luego, cuando fue a Madrid a solicitar el tercer grado de silicosis por el polvo de los lavaderos, también tuvo que sacudirle la solapa al de la oficina, porque , al decirle lo de la silicosis, como era una mujer, se echó a reír, creyendo que Ie estaba tomando el pelo.
Como Lourdines la de Fresneal, que dejó la leche que repartía para entrar de vagonera a los trece años y que los primeros días no podía ni atarse los lazos de las trenzas y tenía que peinarla su madre, de cómo llevaba los brazos de cargar los vagones de veinte toneladas. Y que conserva aún en su retina la catástrofe de 1923 en Baltasara: «Trece muertos, allí quietinos. ¿Y sabes por qué sé yo que era un lunes? Porque, como acababan de entrar, estaban todos con la ropa recién lavada, tan guapos, tan limpios...»
Como Alegría, que bajaba de Riparape a Llascares todos los días, desde que entró de atropadora en 1914, a los trece años, y a la que en 1923 castigaron no sé cuántos días «por blasfemar y por sacar cantares», al rey y a la reina y a Primo de Ribera, porque pensaban que el dictador iba a subirles el jornal y lo que pasó fue que se lo bajaron quince reales.
Guerra, ideologías y trabajo...
Mujeres que en 1918, al final de la Guerra de Europa y de la época dorada del carbón asturiano, son obligadas a volver a casa o, con suerte, a seguir trabajando en condiciones aún peores que las de antes durante los largos años veinte de dictadura y crisis. Y bajo una mirada social cada vez más hostil, ya que la aparición del cine y las revistas de modas y la renovada presión ideológica de la Iglesia, empeñada en una eficacísima captación de mujeres para la Acción Católica y para todo tipo de actividades sociales ligadas a las prácticas religiosas, está consiguiendo que la palabra mujer se convierta en adjetivo y la palabra minera en su antítesis, de tal modo que quien sea mujer minera no pueda sentirse mujer mujer. A no ser manipulando significados, como hace Sisinio Nevares en EI patrono ejemplar, un estudio realizado en 1935 sobre la obra social del marqués de Comillas en la Hullera Española, en cuyas minas estaba absolutamente prohibido a las mujeres todo tipo de trabajo, ni interior ni exterior:
EI fin perseguido en estas Escuelas del Hogar es preparar a las jóvenes mineras no sólo administrar o dirigir los hogares de sus padres, sino el suyo propio cuando contraigan estado, para que resplandezca el orden, la economía y la higiene necesaria, y su compañero encuentre más comodidad y agrado que en las tabernas y casinos, donde está expuesto al abuso del alcohol, al desamor de la familia, a propagandas orales extremistas.
A lo que estaban expuestos los españoles por esas fechas era a algo mucho peor, como se sabe. Y a partir de 1937 y durante casi dos décadas, la necesidad de carbón y la escasez de hombres vuelve a llenar Asturias de mujeres mineras - ahora se llamarán productoras- para todo tipo de labores de exterior e incluso - sobre todo de 1937 a 1939 - para trabajos más o menos subrepticios de interior. Mujeres asfixiadas socialmente por una clase dominante que acababa de hacer de la lucha contra los mineros una cruzada y que convirtió aI femenino minera en algo definitivamente vergonzante y sucio. Mujeres que, definitivamente, sólo buscaban su medio jornal en los lavaderos cuando no les quedaba ya donde buscar y que con frecuencia tenían que pagar muy caro el favor que les hacían admitiéndolas y militarizándolas: Viudas de «rojos»; solteras con hijos; mujeres con el hombre desaparecido o mutilado o preso en un campo de concentración o de trabajo; mujeres de mineros muertos en accidente a quienes se les ofrecía el medio jornal a cambio de la paga de viudedad, más miserable aún; mujeres que nunca se rebelaron porque no podían ser tan ingratas con quienes les habían hecho la caridad de meterlas a trabajar, ni participaban casi nunca en nuestras gloriosas huelgas mineras porque a donde podrían ir, con los hijos a su cargo, si las despedían. Cientos y cientos de mujeres, vagoneras, lampisteras, aguadoras , pinchas, pizarreras, lavaderas y muchos otros miles trabajando al margen de las empresas, en cualquiera de las innumerables actividades económicas derivadas en aquellos años de la extracción del carbón. Mujeres como las que vemos en los cuadros y dibujos de Urbina, Valle, Moré, que lo atropaban piedra a piedra, «a mandilaos », por escombreras y descargaderos hasta llenar los sacos que luego vendían por las casas o en los depósitos de los carboneros; como las que lo sacaban de los «trabancos» del rio «a cestaos», de lo que se arrojaban los lavaderos, para lIevarlo pingando sobre la cabeza a las enormes balsas y luego pisarlo, a veces con las natas negras hasta la cintura, para que soltara bien el agua; como las que entraban por las noches a picar carbón en el mismo frente en el que los hombres picaban de día, o abrían y entibaban diez, quince, veinte metros de calicata en cualquier lugar del monte donde vieran que el carbón «afloraba»; como las que iban todos los días a la cinta de escogido para lIenar los sacos de los «vales» y luego repartirlos por las casas, monte arriba y monte abajo, como hacia Amalia la de Rozaes, en El Barreo...
Olvido la minera y tantas más...
Mujeres como Olvido la minera, que estuvo picando ocho años en las minas de Fabero, entre 1962 y 1970 porque cuando su marido enfermó fue a pedirle al dueño de la mina que la dejara trabajar por él y el otro le contestó que «si me sacas lo mismo, a mí que me importa quién lo pique» (aunque, claro, con los papeles a nombre del marido, porque ella no podía figurar ni para cobrar ni para nada) y que «rompió aguas» a las doce de la mañana, picando, y a las tres de la tarde ya había parido su sexto hijo, que por poco lo pare entre el carbón... Mujeres como María la polaina, Faela la francesa, Angeles la pulguina, Nieves y Sagrario las de Cuarteles, Leontina la de Santa Rosa, Gelina la pesquera o Malia y Encarna, las de Rozaes de Bazuelo. Como Marcelina la lampistera, que también tuvo que pegarle una somanta al vigilante por abusar de Rosa la tontina, y eso que eran primos. Como Flora la de Tablao, muerta en un derrabe una noche que habían ido todas juntas a robar carbón al quince. Como Inés y Fela, las de Tres Amigos , o Daniela la matona y Amparo, su hermana. Como Angeles la nena, que hacía dos horas y media de camino desde Casorvía a los lavaderos y otro tanto de vuelta. Como Pilarona, que la despidieron de Nicolasa porque sí se quedó en huelga. Como Divina calicates, que abrió ella más metros de galería que túneles el tren. Como Maria la tarambana, que llegaba y se sentaba siempre a la puerta de casa a «echar el pitín» y primero estaba dos horas escogiendo las hebras de tabaco de entre los botones y los hilos que sacaba del bolso del mandil y echando cagamentos . Como Olvido la del cestu, que era ramplera, vagonera caballista, lavadera y pizarrera, todo a la vez, en la Carmona y en los lavaderos de Cuestavil y que murió reventada, silicosa. o como Pilar la de Romeria y Nati la de Navaliego, que en vez de vagoneras eran cesteras, porque sacaban de la galeria el carbón «a cestaos», o como Pacitona, que levantaba un yunque como si nada y que tenía una mula listísima y Ie decían siempre a su madre «¡vaya mula más lista que tien Pacitona, eh!» y contestaba ella « ¡sí, pa lista la mula, pero pa fuerza, la mi fía!» Como Ramona la anisina, a la que también des pidieron por beber. O Ramonina la de Ujo, que no pudo casarse con el novio, después de cuatro años, porque no podía dejar de trabajar hasta no sacar adelante a los hermanos, porque eran huérfanos y él ni quería que ella trabajara ni quería esperar más. O como Lola la carbonera, que nació en 1895 y se retiró en el 1965 y que acaba de morirse, a las puertas del siglo XXI, a los ciento tres años de mina...
escogiendo la pizarra
no tengo mancha ninguna
que no me la lave el agua.
Mujeres de cuerpo encogido, sarmentoso, viejísimo, arracimadas hoy todavía al sol de los parques y para las que las fechas de los libros - 1906,1914,1917,1934,1936,1941,1963,1975,1984- no significan absolutamente nada, confundidas todas en un hondo amasijo de anécdotas y hambre y sufrimiento nacido de una única larga guerra solitaria, interior. Mujeres que nunca se sintieron mineras porque era malo serlo y que se escandalizan cuando oyen hablar «del asunto de las mujeres y la mina». Mujeres que para sobrevivir han tenido que colocarse fuera del alcance de los adjetivos, de los museos, de los libros de historia, de las tesis doctorales, de los planes económicos de las empresas, de las tramas carboneras de los sindicatos.
Mujeres devueltas a su condición femenina
Mujeres que, cuando a finales de los años cincuenta y en los sesenta los lavaderos se centralizan y ellas pueden por fin «ser sustituidas por otra clase de medios más en armonía con los adelantos modernos», como pedía Muñiz Prada ya en 1885, bendicen a Hunosa por devolverlas a su condición femenina: por recolocarlas en servicios de limpieza de economatos, comedores, oficinas; o como recaderas o lavanderas o criadas domésticas de las señoras de los ingenieros y altos cargos; o por enviarlas por fin a los encantos del hogar y los aromas del adjetivo mujer para poder convertirse al fin ellas también en mi señora, aunque siempre bajo estrecha vigilancia para que, en un descuido, no se convirtieran en chupasangres de sueldos, como le ocurrió con la loba con la que se había casado al pobre minero de la canción:
me duel el decilo,
que con mis esfuerzos
tengo que ganar
el pan pa mis hijos
y pa mi señora
y yo como un esclavu
nun merezco na...
En Abril de 1973, el entonces presidente de Hunosa, José María Guerra Zunzunegui tiene para Nuestras mujeres ante el reto del progreso los siguientes planes de futuro:
No es de extrañar que en 1984, cuando los hombres de Hunosa convocan plazas de ayudantes mineros y ven que entre las solicitudes aparecen las de numerosas mujeres, se sientan traicionados en su fe. Igual que los entregados dirigentes de C.C.O.O. y UGT., siempre velando por los intereses de los más débiles y que trataron de frenarlas por todos los medios. Pero el problema era que ahora a esas mujeres les daba igual lo que creyeran o dijeran de ellas ni los periódicos ni los dirigentes obreros ni ese puñado de hombres y mujeres que iban cada día a la boca del pozo a insultarlas y a boicotear su incorporación a un trabajo al que por fin accedían con sueldo entero y pleno derecho legal. El problema era que ahora esas mujeres habían asumido la dignidad femenina del adjetivo mineras. El grave problema, para quienes llevaban tantos siglos prestándole significado a la palabra mujer, era que ahora, por fin, Perséfone se había decidido a reivindicar su derecho a un lugar en ese reino de Plutón al que un día había sido raptada, raptada por la necesidad pero al que, desde entonces, desde que entró por primera vez en una mina y probó con su cuerpo el primer grano de carbón, estaba condenada ya a pertenecer: Ella también.
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