lunes, 16 de junio de 2014

LINARES Y SUS MINAS




Cuando celebramos, no sin callada vergüenza, el dieciséis de abril, el Día Internacional de la Esclavitud Infantil, debemos reflexionar sobre un amargo dato ofrecido por UNICEF: “346 millones de niños y niñas son sujeto de explotación infantil en el planeta y al menos sus tres cuartas partes (171 millones) lo hacen en condiciones o situaciones de peligro”.
Como persona, me indigno, me revelo y, silenciosamente, le grito a tu conciencia para que te pongas de mi lado.
Hoy día, famélicos críos recogen un nuevo mineral denominado coltan, en maltratados países africanos, para que nuestros ordenadores y móviles sean más pequeños, efectivos y operativos. Hace no más de ochenta años también trabaron, en las mismas paupérrimas condiciones, nuestros abuelos.
Sí, mi erudito lector, aquellos antepasados que llevan la misma sangre que nosotros, en su fugaz niñez, trabajaron en condiciones infrahumanas. Dentro y fuera de las plomíferas galerías. Alguien me dijo una vez, que eso dignificaba o que nunca existió. ¡Que error más draconiano! Sí podemos sentirnos orgullosos de su honorabilidad, de su pundonor, su decencia, y su decoro. Pero sintiendo una penosa, dura y profunda amargura por lo que representaron.
Por eso Juan, cualquier pequeño Juan, nos cuenta su insignificante aventura.
Juan, el más pequeño, con su gorrita de viejo, enjuto y demacrado rostro macilento, de este ingente cuarteto de hambre y penuria, hoy no ha ido a la escuela.
Su maestra se pregunta, mientras remueve las ascuas miserables de su braserito de picón, vertidas como hormigas humeantes, en una lata de membrillo con dibujos de flores oxidadas y negruzcas, donde se calienta toda la clase. Maestra, con hambre atrasada, espera en silencio y con decencia, el trueque del que aprende, los despojos del que manda, por su esmerada enseñanza.
-  ¿Dónde está Juan? Lleva meses sin aparecer por clase.
Los niños callen y ríen.
- La rabona no la ha hecho señorita, contesta aquel, que por suerte, duerme y sueña tranquilamente, por la lucha y la suerte de sus mayores.
- Se fue con su padre a las seis de la mañana.
- ¿Dónde, Paquito?, interroga la maestra angustiada y un poco triste al conocer de antemano la respuesta.
- Al terreno señora, al rumbo señora, con la pala señor…siempre igual señora.
¿Jugará Juan esta tarde en la era? ¿correrá por el barrio de “La Guita”? No, no podrá. Cuando vuelve ya no hay sol.
Su madre, besándolo con silenciosas lágrimas, lo lava. Huele a plomo, tiene grisácea tierra en su alma. Sus manos, que debían ser finas, pequeñas, dulces e infantiles, se muestran cruelmente encallecidas. Su espalda, que debía estar colorada y erguida aparece morena, descarnada y doblado.
Con diez años no conoce la alegría, no disfruta de un juguete. Su pala no es de playa, ni de castillo sobre cálidas arenas. Su pala es de hierro, su pala es su sustento. Pese a todo nos dice:
- Qué orgulloso me siento de ser quien soy, pero sueño, espero y rezo para que mi hijo tenga un porvenir mejor que el que tengo yo hoy. Porque sabes y te cuento que vivo como tantos pobres mineros que algún día deberán de ser felices.

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